El guardafrenos Victoriano Bustillo Cabeza se encuentra en la garita sobre elevada empotrada en el último vagón del tren especial 1.766, son cerca de las tres de la madrugada. Mira hacia adelante, por encima del techo del tren, tratando de atisbar alguna indicación. Está inquieto, sabe que debían detenerse en la estación de Mengíbar a las dos y diez, para dejar pasar al expreso ascendente proveniente de Sevilla. No sabe por qué no se han detenido, pero la reducción de velocidad del tren le indica que en la cabina tampoco están muy seguros. A lo lejos cree ver algo. Trata de enfocar la vista a través del humo de la chimenea en el aire frío del invierno. Al fondo, un diminuto punto de luz se balancea frenéticamente de un lado a otro, en la profunda oscuridad de la noche.
Es una señal de alarma. Victoriano sabe inmediatamente lo que va a ocurrir, introduce la cabeza por la portezuela del vagón y grita a los pasajeros: ¡Agarrarse, hay desgracia!”, mientras tira del freno de emergencia con todas sus fuerzas. El tren emite un profundo gemido mientras sus ruedas rechinan contra los raíles. En la cabina, los maquinistas Julio Navarro Gavilán y José Delgado Alcázar están estupefactos. No vieron ninguna indicación al pasar Villanueva de la Reina, no había ninguna luz, ninguna señal. José Delgado agarra la palanca del freno y tira de ella mientras llama a los fogoneros que se encuentran en el vagón del carbón. Julio Navarro mira aterrado por la ventana, paralizado al ver cómo a unos pocos metros por delante se recorta la inmensa figura oscura de la máquina 1.763, que tira del expreso de Sevilla. En su misma vía. En dirección contraria.
En la madrugada del 20 de febrero de 1934, un tren especialmente fletado para transportar a novecientos aficionados sevillistas que se desplazaron a Madrid a presenciar el partido de fútbol entre el Sevilla FC y el Athletic Madrileño, colisionó frontalmente contra el tren regular expreso que cubría la ruta Sevilla-Madrid. El resultado fue de nueve muertos y más de cincuenta heridos. La catástrofe pudo haber tenido proporciones mucho mayores.
Cuando alrededor de las cuatro de la madrugada sonó el teléfono su casa de Linares, el Secretario del Ayuntamiento, Leonardo Castro, estaba profundamente dormido. Una voz al otro lado del teléfono le comunicó escuetamente el accidente entre dos trenes ocurrido a medio camino entre Andújar y Villanueva de la Reina. No había más detalles. Sí, había heridos. Leonardo se levantó y empezó a vestirse con la cabeza dándole vueltas. Unos minutos más tarde decidió llamar a la Guardia Civil y al Gobernador. Media hora después, un coche de la Guardia Civil partió de Villanueva de la Reina hacia el lugar del accidente.
El doctor Antonio Calderón estaba aturdido. Iba dormitando en su sillón cuando salió despedido abruptamente. Tras chocar contra los sillones delanteros, rodó por el pasillo del vagón del tren. Sentado sobre el suelo, miró alrededor tratando de ver algo en la oscuridad casi absoluta. No sabía qué había pasado, pero recordaba haberse despertado con los gritos de los pasajeros, después nada hasta que recobró el sentido. Tenía claro que era un accidente, tal vez el tren había descarrilado otra vez, tal como pasara en el trayecto de ida, a la altura de Torrelodones. Poco a poco empezó a oír gritos y lamentos que se elevaban sobre los silbidos del vapor de las máquinas y el crujir de las tablas.
Se levantó y tras palparse brazos y piernas comprobó que no estaba herido. Con cuidado, recorrió los escasos metros hasta la puerta del vagón, tropezando con maletas, bultos e incluso con algunos pasajeros que aún estaban en el suelo. No eran muchos, tal como pudo ver, la mayoría del pasaje se abalanzaba hacia las puertas tratando de huir del tren. Empezaba a cundir el pánico; los pasajeros que conseguían abandonar el coche huían corriendo por el campo, en una oscuridad casi total.
Antonio Calderón descendió del vagón y avanzó lentamente en dirección hacia la máquina. Los gritos y lamentos llenaban el frío aire de febrero. Unos metros más adelante se quedó petrificado: El tren había impactado de frente contra otro tren que circulaba en dirección contraria. Las dos máquinas estaban literalmente soldadas una a la otra, en un macabro beso entre hierros incandescentes. La brutal desaceleración había destrozado los tres primeros vagones del especial, sobre todo el de tercera clase, prácticamente desintegrado; el techo había desaparecido y las paredes se habían despezado como si fuesen de papel.
Su instinto de médico le condujo hacia el vagón más dañado, allí estarían los heridos que con toda seguridad se habrían producido. La escena era dantesca. En el suelo del destrozado coche yacían personas ensangrentadas, inconscientes o pidiendo ayuda, envueltas en hierros y astillas. La vía y el terraplén estaban cubiertos de tablones, herrajes y restos de todo tipo. Durante unos segundos observó consternado cómo una mujer en estado de shock gritaba con todas sus fuerzas para que ayudaran a su hija, atrapada entre los sillones. La mujer sangraba por la heridas causadas al saltar del tren poco antes del impacto. Un joven, también herido, trataba de liberar a la niña haciendo palanca con un tablón, ayudado por un guardia civil.
Antonio decidió volver a su vagón a tratar de recuperar el botiquín que llevaba en su maleta. Los pasajeros que huyeron del tren empezaban a regresar, algunos de ellos encendían fogatas para protegerse del frío, utilizando como como combustible los restos de los vagones. A su regreso se cruzó con el subjefe de la compañía ferroviaria, Ramón Peña, que se había cubierto completamente de polvo negro al desenterrar al fogonero Antonio Pavón con sus propias manos. Todo el carbón del ténder se había desplazado hacia adelante sepultando literalmente al fogonero. Ahora portaba una camilla y algunos utensilios de primeros auxilios, todo lo que había podido rescatar del botiquín del tren, que al estar situado en el primer vagón, había quedado prácticamente destrozado.
Entre las personas que auxiliaban a los heridos, Antonio pudo ver al doctor Vilches, que atendía a la niña que el joven y el guardia civil había conseguido liberar. Tenía una herida en la cabeza que sangraba profusamente, aunque no parecía ser de gravedad. Los pasajeros empezaban a colaborar; poco a poco se fueron organizando para retirar a los heridos utilizando los sillones del tren como improvisadas camillas. Entre ellos se encontraba el maquinista Julio Navarro. Asomarse a la puerta de la cabina para ver venir al expreso le había salvado la vida. Había salido despedido contra las vías, rompiéndose el brazo izquierdo, y tenía erosiones y magulladuras por todo el cuerpo. Pero estaba vivo.