Hace un tiempo estuve en Grecia. Estuvimos recorriendo los imprescindibles restos arqueológicos e hicimos el obligatorio recorrido en barco por las islas. A la vuelta subimos a un taxi para volver al hotel a asearnos y después salir a cenar.
Como casi todos los taxistas griegos, el amigo Christos pegó la hebra de inmediato, preguntándonos de dónde veníamos y demás en un inglés aceptable. Nos contó con todo lujo de detalles la delicada situación económica y con gran clarividencia predijo lo que iba a ocurrir allí, que es exactamente lo que después ha ocurrido.
Al final nos preguntó dónde íbamos a cenar, si íbamos a salir o quedarnos en el hotel. Saqué de mi bolsillo un papel donde llevaba apuntados varios nombres que me había sugerido un colega griego, y dije uno al azar. Christos me miró sorprendido.
No hombre, debéis ir a Microlimano, es el mejor sitio. Si queréis yo os puedo recoger en el hotel, llevaros a un buen restaurante y después traeros de vuelta. A cinco euros por trayecto.
Microlimano es un sitio que realmente merece la pena. Una Marina, como llaman ellos; un pequeño puerto semicircular atestado de barcos de recreo. Todo el perímetro está lleno de bares y restaurantes, literalmente pegados al mar.
Christos nos dejó enfrente de uno de ellos y el dueño salió sonriente a recibirnos a la calle, estrechándonos la mano como si fuésemos viejos amigos. Tras una maravillosa cena, un camarero joven se nos acercó para comprobar que todo estaba en orden.
Aunque vestía el uniforme de camarero, trataba de mostrar signos de juvenil rebeldía con el nudo de la corbata flojo y el faldón de la camisa por fuera. Nos preguntó de dónde veníamos. De España. ¿De qué parte?. De Sevilla.
El chico asintió con la cabeza. ¿La conoces?. El muchacho se encogió de hombros y sacudió la cabeza. No, sólo conozco al Equipo de Fútbol.
Pues ya conoces lo más importante, le dije con una amplia sonrisa.
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